miércoles, 11 de febrero de 2009

CALLEJERO


Era callejero por derecho propio.

Ese derecho lo adquirío, centímetro a centímetro,en todas las calles que transitó, ya sea las de asfalto, ya sea las del alma de todos aquellos que tuvimos el privilegio de conocerlo.

Era un perrazo de pelo blanco y, distribuidas estratégicamente sobre todo él, una serie de manchas negras. Su cola, físicamente, tenía la forma de un peludo signo de interrogación. Su cola, metafóricamente, se me ocurría la eterna incógnita de su vida que para evitar la problemática inherente, él, filosóficamente, ubicaba lejos de su campo focal, es decir, adonde terminaba su humani... perdón, su "perridad".

Nos conocimos cuando por esas cosasencontramos en el edificio donde él nació, un sitio para vivir nosotros. Nuestras relaciones desde el principio fueron en "crecendo". Le bajábamos comida con frecuencia y él la agradecia sobriamente, esbozando un breve y amistoso saludo a nuestro paso. Tenía la costumbre de estirar su voluminoso cuerpo a lo largo del hall de entrada, preocupándose muy poco de quién entraba o salía, pero vigilando a todos.

Convencido de nuestra amistad, un buen día nos concedío el honor de la suya y lo demostró subiendo con nosotros a nuestro artamento. Los porteros y algunos amigos festejaronlo que ellos concideraban una auténtica victoria nuestra, ya que nadie con anterioridad había conseguido semejante hazaña. Quizá , para prevenir un lógico exceso de entusiasmo por nuestra parte, impuso una serie de condiciones que aceptamos de buen agrado. Por ejemplo, utilizar la escalera en lugar del ascensor y no intentar detenerlo cuando le diera la gana de irse. A partir de aquel momento, fue un asiduo visitante de nuestra casa, aunque cada una de sus visitas nos costaba un buen esfuerzo, pues subíamos con él los cinco pisos de la dichosa escalera.

Todo marchaba de maravillas hasta que un día "Ella" no se sintió bien como para subir andando hasta la vivienda; entonces se dio por enterado y desde ese instante entró siempre en el ascensor; incluso, muchas veces lo hacia solo; el portero le abría la puerta y alguien de nosotros lo recibía en el quinto.

La perrera visitaba el barrio con frecuencia, bien enterada de que en aquellas calles vagaban una buena colección de "chuchos" (así le llaman los madrileños a los perros vagabundos) en quienes descargar su sospechoso sentido de la higiene y del deber, a sabiendas de que los habitantes del barrio nos preocupábamos por alimentarlos y vacunarlos, día a día y año tras año. La prueba de ello es que cada callejero llevaba un modesto collar con su chapa de salubridad correspondiente.

Palomo o Moro, como indistintamente le llamábamos, llevaba varias aparte de la que rezaba "Estoy vacunado" y en cada una de ellas el número telefónicode alguien que, como nosotros, temía que a pesar de sus garantías de higiene se lo llevase la dichosa perrera. En resumen: el collar que Moro lucía orgullosamente era una auténtica guía telefónica del barrio. Sumadas a estas precauciones, estaba la de haber repartido en las dos o tres delegaciones donde se llevaba a los perros recogidos, varias fotos del sujeto, acompañadas con el inocente chantaje de una botella de licor, asegurándonos así el aviso inmediato en caso de que por allí apareciera. Por supuesto que al hacer todo esto estábamos subestimando la natural astucia del animal, a quien, por más que lo intentaron, nos consta, jamás lograron atrapar; pero sucede que cuando queremos a alguien toda precaución nos parece poca.

Su libertad absoluta nos invitaba a defendérsela a ultranza, olvidándonos que la libertad no puede tener mejor guardián que uno mismo.

El viejo Pablo era el portero nocturno del edificio y fue guardián de obra cuando se construyó. El viejo Pablo era un anciano que irradiaba una inmensa ternura desde la insalvable trinchera de su timidez.

El viejo Pablo era de ese tipo de seres que han empezado su vida alrededor de una resignación que se adivina en cada una de sus palabras y de sus actitudes. El viejo Pablo daba la sensación de que a cada instante pedía perdón por el aire que gastaba y por el piso que utilizaba para caminar. Al viejo Pablo le sucedieron cosas dramáticas en su vida personal, aparte de aquellas que debió vivir durante la guerra y la posguerra españolas. Los ojos del viejo Pablo eran opacos como su vida y sólo le brillaban cuando, por la costumbre, se le llenaban de lágrimas mientras relataba entrecortadamente algún pasaje de su historía. Es difícil desacostumbrar a los ojos cuando la vidalos a sometido a tanto llanto, tantas veces. Él era el verdadero amo de Moro, más no por su decisión, sino por la del propio perro. Diariamente, Pablo terminaba su labor a las ocho de la mañana y emprendía su caminata hasta la Plaza de Castilla que quedaba a poco menoa de un kilómetro de distancia, para coger el Metro que lo llevaba a su hogar. Cuando Moro dormía en nuestra casa (muchas noches lo hacía), a las siete en punto suavemente nos despertaba para que le abriésemos la puerta. Bajaba presurosamente la escalera y esperaba al viejo sentado en la acera. Cuando éste salía lo acompañaba hasta el túnel del Metro y se volvía. Así todos los días, con sol y con lluvia, invirno y verano, a excepción de los domingos que Pablo tenía su día libre. Ese día a nuestro amigo no había forma de despertarlo, por lo menos hasta el mediodía. ¡Qué curiosa e infalible medición instintiva del tiempo tienen los animales!.

Cuando andaba por el barrio vivía en nuestro hogar y disfrutábamos de su compañía durante dos o tres semanas a lo sumo. Al cabo de ellas se esfumaba como por arte de magia. Las primeras veces nuestra preocupación por su suerte nos llevaba a recorrer las delegaciones de la perrera, las calles del vecindario,incluso a sospechar su muerteen algún combate del dominio territorial, Nos dedicábamos también a preguntar a los traperos y gitanos que frecuentan el barrio, con el temor de que hubiera sido capturado por éstos y vendido a algún laboratorio, en donde para experimentar, suelen comprar perros a estos personajes sin averiguar su procedencia. Cuando después de un tiempo lo dábamos por perdido, aparecía de pronto como se había ido. Generalmente regresaba más flaco y con algunas huellas de pelea. Permanecía con nosotros otras dos o tres semanas y la historia volvía a empezar otra vez. El alivio a nuestras preocupaciones llegó cuando descubrimos el motivo de sus correrías... ¡Callejera como él!... Atravesaba un auténtico laberinto de calles y avenidas, algunasde tránsito rápido, esperando pacientemente en el sitio que corresponde en cada una de ellas la señal de "pasen peatones" para atravesarlas, como un buen hijo de vecino respetuoso de las reglas que la sociedad impone a todos.

De los niños soportaba cualquier cosa que le hicieran. En el baldío de enfrente antes de que se convirtiera en jardín con iglesia en el centro, solía jugar toda una pandilla de críos a los a los clásicos juegos de los chicos, es decir a policías y ladrones, detrás de un balón, etc. Él era uno más de la pandilla y estaba integrado a ella por decisión bilateral. Él a gusto con los niños y los niños a gusto con él. Era un personaje amigo de todo el mundo, aunque debo aclarar que no regalaba ese sentimiento a cierto sereno nocturno, de quien sin duda guardaba el desagradable recuerdo de un buen golpe en su lomo, y tampoco a los curas. No hacía distinciones,sotana que veía, sotana que recibía su agresiva forma de manifestar la mala impresión que le causaba. El motivo de este rechazo no lo supimos nunca y prefiero no perderme en lucubraciones al respecto.

Como a la mayoría de los perros los automóviles le atraían de dos maneras. Una era sentarse cómodamente en el asiento trasero tratando de asomar el hocico por las ventanillas abiertas para recibir la caricia del aire en su cara, protestando airadamente cuando el invierno o la lluvia nos obligaba a cerrarlas. La otra, su batalla personal con los neumáticos de cualquier vehículo en movimiento que pasaba por nuestra calle.

Creo que fue esto lo que le costó la vida.

Nos llamó un operario de una obra en construcción cerca del sitio donde vivía su "favorita" y, curiosamente, escogío nuestro número de teléfono entre los muchos que colgaban de su collar.

"No tiene ninguna herida -nos dijo-, debe de haber sido un coche".

Si, ese cómodo y feroz asesino de nuestro tiempo había segado la apasionante vida de uno de los seres más libres que he conocido.

El anecdotario de "Callejero" es tan extenso que sería menester ocupar la totalidad de las páginas de este libro para acercarnos a conocer su dimensión casi humana. Pero no son sus anécdotas la verdadera razón que me llevó a escribir unos versos sobre él sino su libertad, su respeto hacia la ajena, ya que nunca condicionó a nadie para poder pasar cómodamente por este mundo, su sentido limpio de la amistad total, su absoluta indiferencia por la posesión de cosas que pudieran aprisionar su independencia ejemplar y, por encima de todo, la razón más fuerte de todas: el incontrolable sentimiento de amor que despertó en todos los que tuvimos la oportunidad de amarlo.


R.I.L. (Requiestat in Libertate)





Era callejero por derecho propio;
su filosofía de la libertad
fue ganar la suya, sin atar a otros
y sobre los otros no pasar jamás.

Aunque fue de todos, nunca tuvo dueño
que condicionara su razón de ser.
Libre como el viento era nuestro perro,
nuestro y de la calle que lo vio nacer.

Era un callejero con el sol a cuestas,
fiel a su destino y a su parecer;
sin tener horario para hacer la siesta
ni rendirle cuentas al amanecer.

Era nuestro perro y era la ternura,
esa que perdemos cada día más
y era una metáfora de la aventura
que en el diccionario no se puede hallar.

Digo ""nuestro perro"" porque lo que amamos
lo consideramos nuestra propiedad
y era de los niños y del viejo Pablo
a quien rescataba de su soledad.

Era un callejero y era el personaje
de la puerta abierta en cualquier hogar
y era en nuestro barrio como del paisaje,
el sereno, el cura y todos los demás.

Era el callejero de las cosas bellas
y se fue con ellas cuando se marchó;
se bebió de golpe todas las estrellas,
se quedó dormido y ya no despertó.

Nos dejó el espacio como testamento,
lleno de nostalgia, lleno de emoción.
Vaga su recuerdo por los sentimientos
para derramarlos en esta canción.


Alberto Cortez
Extraido del libro Equipaje

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